Amor ciego-Parte I
2 participantes
Amor ciego-Parte I
Amor ciego
Yiya se casó cuatro veces. Su última conquista fue Julio Banín, a quien conoció en 2000 durante en un viaje en colectivo. Los dos iban a un concierto en el Teatro Cervantes. Como él es ciego, ella lo guió del brazo. Al otro día lo acompañó al médico. Se casaron a los pocos meses. “Necesitaba a alguien que me comprara los remedios”, dijo Julio una vez. Se la pasaba encerrado en su casa, donde escuchaba Radio 10. Yiya salía a pasear por la peatonal Florida o se iba de compras.
–En Yiya encontré a una mujer encantadora. Me cuida, me mima, me cocina, me dice cosas lindas al oído, me lleva a pasear, me lee los diarios.
–¿Cuándo se enteró de que era la famosa Yiya Murano?
–Ella me lo dijo de entrada. No anduvo con vueltas, pero me dijo que era inocente. Le creo. Esta mujer es puro amor, es incapaz de lastimar a alguien. Y es muy bella. ¿Sabe por qué lo sé?
–¿Se lo dijo ella?
–No, pibe. Ella acostumbra a llevarme las manos a su cara y por lo que tocaron mis dedos y las palmas de mis manos, sus facciones me parecieron las de una mujer muy linda. Es alta, elegante y huele bien.
Su hija, Julita, no opinaba lo mismo. Estaba cansada de que los vecinos del barrio le preguntaran si su padre se había vuelto loco por casarse con una asesina.
Julia vivió ocho años con Yiya. Se acostumbró a tomar sus desayunos y a disfrutar de las pastas que amasaba su madrastra. Al principio se encariñó con ella. Con el tiempo, descubrió la cara oculta de la esposa de su padre, que a los medios les decía: “Con mi Julito somos como dos tortolitos que nos amamos como el primer día”.
Al mismo tiempo, ante Julita se jactaba de tener muchos amantes. “Los mocosos me arrastran el ala”, le dijo un día. Acostumbraba a exagerar anécdotas. Manipuladora y cómica, cada vez que subía al colectivo con su hijastra, le decía al chofer: “Buen mozo, sos igualito a Marlon Brando”. Después miraba a Julita, le guiñaba el ojo y le decía al oído: qué va a ser igualito a Marlon Brando este negro fulero con olor a traste y sobaco. Pero la hijastra vivió otras anécdotas mucho menos graciosas. Todo lo contrario.
Una mañana, Yiya gritó como si hubiese visto a un fantasma. Julita se bañaba cuando escuchó que la vieja la llamaba:
–¡Julita, vení urgente! ¡apurate!
Julita cerró la ducha y salió desesperada, envuelta en un toallón que agarró de apuro. Pensó que algo le había pasado a su padre. Cuando llegó al living, vio a Yiya con la boca abierta y las manos al costado de la cara, una especie de representación burda y senil de El grito de Edvard Munch. El teléfono estaba descolgado.
–¿Qué pasó, Yiya?
–Julita de mi alma, un tipo quiere hablar con vos. Me exigió a los gritos que te llamara urgente.
Julita supo que ese llamado no traía buenas noticias. Pensó que a su padre le había pasado algo.
Del otro lado del teléfono, una voz impersonal le dijo:
–Tu novio Rubén te mete los cuernos.
Se lo dijo así como si nada. Con el mismo tono que podría haber dicho: se viene el fin del mundo, los gordos se la comen, Pelé debutó con un pibe o cualquier frase que a uno puede ocurrírsele en cinco segundos. Según esa voz, su novio, el policía, le era infiel.
La cosa es que el hombre cortó, y Julita se quedó con el tubo en la oreja y una expresión que sólo podría ser descripta por Yiya, única testigo de la escena. Yiya, en cambio, estaba como agazapada, con la mirada pícara que solía delatarla. Y un gesto que nacía de sus labios arrugados, seguía por su nariz –inclinada levemente hacia la derecha– y terminaba en los ojos bien abiertos y las cejas arqueadas. Era una mueca grotesca. No le hacía falta hablar. Bastaba con conocerla para saber que aunque a veces por fuera mostraba una máscara trágica, por dentro disfrutaba del dolor ajeno. Podía fingir que lloraba o se lamentaba, pero una risa burlona le quedaba atragantada.
Julita no hablaba. No sabía qué hacer. Si reír, llorar o directamente empujar a la vieja por la escalera. Se sentía inmovilizada, sobre todo cuando la vieja la abrazó con fuerza para consolarla. Era como caer en las garras de una viuda negra, las arañas que se comen a sus machos y tejen telarañas de seda a las que se aferran antes de atacar. En el área ventral tienen un dibujito colorado con forma de reloj de arena que brilla. Lo que podría ser un espectáculo (las telarañas unidas y el rojo brilloso, la escenografía arácnida), no es otra cosa que una advertencia. La advertencia de una picadura letal. En Yiya, una viuda negra de carne y hueso, la advertencia –el dibujito rojo brillante– la daba su inocultable falsedad. Cuando quería conseguir algo, desde un café con leche con masas finas hasta un préstamo o una rebaja en el mercado , recurría a los elogios fáciles con los que trataba de sacar ventaja.
A Julita, que seguía paralizada, comenzó a darle besos ruidosos e insistentes en la cabeza: chuick, chuick, chuick, chuick, chuick. Fueron como diez besos al hilo. La vieja le hubiese dado muchos más, pero Julita apartó la cabeza y se escabulló por debajo de los brazos de Yiya, que quedó sorprendida.
Quizá Julita no hablaba porque trataba de procesar lo que había ocurrido. Estaba confundida y en un primer momento eligió el camino equivocado: sospechar de su novio antes que de Yiya.
Tampoco podía pensar porque Yiya monologaba:
–Julia, ya me parecía que ése te cagaba. Turro de mierda. No quería decírtelo, pero te lo voy a decir para que abras los ojos, Julita de mi alma. La otra noche, me levanté a comer dulce de batata que había en la heladera, y lo pesqué manoseándose la banana esa que tiene entre las piernas. Es como un ganso que le sale del slip, Julita. Un ganso vivo. Es un degenerado tu novio, Julita. Vos me conocés bien. Julita. Le puse cara de asco y él como si nada. Flor de turro. Imagino que cuando vengas le vas a dar una patada en el culo, ¿no? Es lo menos que podés hacer.
Cuando Julita logró liberarse de su madrastra, fue hasta su pieza y se vistió. Llamó a su novio al celular y le dijo que quería verlo cuanto antes. No le anticipó sobre qué quería hablarle, pero él supo que no era nada bueno. Se encontraron en un café del microcentro. Rubén estaba con su uniforme policial.
–¿Qué pasó, Juli?
–Hoy llamó un tipo y me dijo que me metías los cuernos –dijo mordiéndose los labios.
–¿Me hablás en serio?
–Sí –dijo Julita y se puso a llorar.
–¿Y vos le creíste?
–Dijo tu nombre.
–¿Y qué más dijo?
–Nada más porque cortó.
–Esto es cosa de la vieja hija de mil putas.
En ese momento, Julita se tranquilizó. Se le hubiese venido el mundo abajo si Rubén le habría confesado alguna infidelidad. Quizá su novio le mentía, pero sus palabras firmes la convencieron. A Julita le volvió el alma al cuerpo.
–¿Nunca me engañaste?
–Nunca, mi amor. Y nunca lo haré. Yo mismo voy a encarar a esa vieja de mierda.
–No, dejá. Le hablo yo.
Fuente: Crónicas grotescas de asesinos y ladrones", libro de Rodolfo Palacios, publicado por la Editorial Fundación Ross.
Yiya se casó cuatro veces. Su última conquista fue Julio Banín, a quien conoció en 2000 durante en un viaje en colectivo. Los dos iban a un concierto en el Teatro Cervantes. Como él es ciego, ella lo guió del brazo. Al otro día lo acompañó al médico. Se casaron a los pocos meses. “Necesitaba a alguien que me comprara los remedios”, dijo Julio una vez. Se la pasaba encerrado en su casa, donde escuchaba Radio 10. Yiya salía a pasear por la peatonal Florida o se iba de compras.
–En Yiya encontré a una mujer encantadora. Me cuida, me mima, me cocina, me dice cosas lindas al oído, me lleva a pasear, me lee los diarios.
–¿Cuándo se enteró de que era la famosa Yiya Murano?
–Ella me lo dijo de entrada. No anduvo con vueltas, pero me dijo que era inocente. Le creo. Esta mujer es puro amor, es incapaz de lastimar a alguien. Y es muy bella. ¿Sabe por qué lo sé?
–¿Se lo dijo ella?
–No, pibe. Ella acostumbra a llevarme las manos a su cara y por lo que tocaron mis dedos y las palmas de mis manos, sus facciones me parecieron las de una mujer muy linda. Es alta, elegante y huele bien.
Su hija, Julita, no opinaba lo mismo. Estaba cansada de que los vecinos del barrio le preguntaran si su padre se había vuelto loco por casarse con una asesina.
Julia vivió ocho años con Yiya. Se acostumbró a tomar sus desayunos y a disfrutar de las pastas que amasaba su madrastra. Al principio se encariñó con ella. Con el tiempo, descubrió la cara oculta de la esposa de su padre, que a los medios les decía: “Con mi Julito somos como dos tortolitos que nos amamos como el primer día”.
Al mismo tiempo, ante Julita se jactaba de tener muchos amantes. “Los mocosos me arrastran el ala”, le dijo un día. Acostumbraba a exagerar anécdotas. Manipuladora y cómica, cada vez que subía al colectivo con su hijastra, le decía al chofer: “Buen mozo, sos igualito a Marlon Brando”. Después miraba a Julita, le guiñaba el ojo y le decía al oído: qué va a ser igualito a Marlon Brando este negro fulero con olor a traste y sobaco. Pero la hijastra vivió otras anécdotas mucho menos graciosas. Todo lo contrario.
Una mañana, Yiya gritó como si hubiese visto a un fantasma. Julita se bañaba cuando escuchó que la vieja la llamaba:
–¡Julita, vení urgente! ¡apurate!
Julita cerró la ducha y salió desesperada, envuelta en un toallón que agarró de apuro. Pensó que algo le había pasado a su padre. Cuando llegó al living, vio a Yiya con la boca abierta y las manos al costado de la cara, una especie de representación burda y senil de El grito de Edvard Munch. El teléfono estaba descolgado.
–¿Qué pasó, Yiya?
–Julita de mi alma, un tipo quiere hablar con vos. Me exigió a los gritos que te llamara urgente.
Julita supo que ese llamado no traía buenas noticias. Pensó que a su padre le había pasado algo.
Del otro lado del teléfono, una voz impersonal le dijo:
–Tu novio Rubén te mete los cuernos.
Se lo dijo así como si nada. Con el mismo tono que podría haber dicho: se viene el fin del mundo, los gordos se la comen, Pelé debutó con un pibe o cualquier frase que a uno puede ocurrírsele en cinco segundos. Según esa voz, su novio, el policía, le era infiel.
La cosa es que el hombre cortó, y Julita se quedó con el tubo en la oreja y una expresión que sólo podría ser descripta por Yiya, única testigo de la escena. Yiya, en cambio, estaba como agazapada, con la mirada pícara que solía delatarla. Y un gesto que nacía de sus labios arrugados, seguía por su nariz –inclinada levemente hacia la derecha– y terminaba en los ojos bien abiertos y las cejas arqueadas. Era una mueca grotesca. No le hacía falta hablar. Bastaba con conocerla para saber que aunque a veces por fuera mostraba una máscara trágica, por dentro disfrutaba del dolor ajeno. Podía fingir que lloraba o se lamentaba, pero una risa burlona le quedaba atragantada.
Julita no hablaba. No sabía qué hacer. Si reír, llorar o directamente empujar a la vieja por la escalera. Se sentía inmovilizada, sobre todo cuando la vieja la abrazó con fuerza para consolarla. Era como caer en las garras de una viuda negra, las arañas que se comen a sus machos y tejen telarañas de seda a las que se aferran antes de atacar. En el área ventral tienen un dibujito colorado con forma de reloj de arena que brilla. Lo que podría ser un espectáculo (las telarañas unidas y el rojo brilloso, la escenografía arácnida), no es otra cosa que una advertencia. La advertencia de una picadura letal. En Yiya, una viuda negra de carne y hueso, la advertencia –el dibujito rojo brillante– la daba su inocultable falsedad. Cuando quería conseguir algo, desde un café con leche con masas finas hasta un préstamo o una rebaja en el mercado , recurría a los elogios fáciles con los que trataba de sacar ventaja.
A Julita, que seguía paralizada, comenzó a darle besos ruidosos e insistentes en la cabeza: chuick, chuick, chuick, chuick, chuick. Fueron como diez besos al hilo. La vieja le hubiese dado muchos más, pero Julita apartó la cabeza y se escabulló por debajo de los brazos de Yiya, que quedó sorprendida.
Quizá Julita no hablaba porque trataba de procesar lo que había ocurrido. Estaba confundida y en un primer momento eligió el camino equivocado: sospechar de su novio antes que de Yiya.
Tampoco podía pensar porque Yiya monologaba:
–Julia, ya me parecía que ése te cagaba. Turro de mierda. No quería decírtelo, pero te lo voy a decir para que abras los ojos, Julita de mi alma. La otra noche, me levanté a comer dulce de batata que había en la heladera, y lo pesqué manoseándose la banana esa que tiene entre las piernas. Es como un ganso que le sale del slip, Julita. Un ganso vivo. Es un degenerado tu novio, Julita. Vos me conocés bien. Julita. Le puse cara de asco y él como si nada. Flor de turro. Imagino que cuando vengas le vas a dar una patada en el culo, ¿no? Es lo menos que podés hacer.
Cuando Julita logró liberarse de su madrastra, fue hasta su pieza y se vistió. Llamó a su novio al celular y le dijo que quería verlo cuanto antes. No le anticipó sobre qué quería hablarle, pero él supo que no era nada bueno. Se encontraron en un café del microcentro. Rubén estaba con su uniforme policial.
–¿Qué pasó, Juli?
–Hoy llamó un tipo y me dijo que me metías los cuernos –dijo mordiéndose los labios.
–¿Me hablás en serio?
–Sí –dijo Julita y se puso a llorar.
–¿Y vos le creíste?
–Dijo tu nombre.
–¿Y qué más dijo?
–Nada más porque cortó.
–Esto es cosa de la vieja hija de mil putas.
En ese momento, Julita se tranquilizó. Se le hubiese venido el mundo abajo si Rubén le habría confesado alguna infidelidad. Quizá su novio le mentía, pero sus palabras firmes la convencieron. A Julita le volvió el alma al cuerpo.
–¿Nunca me engañaste?
–Nunca, mi amor. Y nunca lo haré. Yo mismo voy a encarar a esa vieja de mierda.
–No, dejá. Le hablo yo.
Fuente: Crónicas grotescas de asesinos y ladrones", libro de Rodolfo Palacios, publicado por la Editorial Fundación Ross.
Temas similares
» TU SILENCIO CIEGO
» La parte inmortal
» PARTE DEL MUNDO PERDIÓ LA POESÍA
» El Dios del Amor
» BUSCANDO TU AMOR
» La parte inmortal
» PARTE DEL MUNDO PERDIÓ LA POESÍA
» El Dios del Amor
» BUSCANDO TU AMOR
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.