El día perdido
El día perdido
El día perdido
Llegué con unos minutos de anticipación para tener la prerrogativa de poder ver con quién había de encontrarme. Era una cita a ciegas, por lo tanto no sabía cómo podía ser Florinda, a pesar de la descripción que me diera.
Estaba tratando de hablar con el representante de la empresa que tenía que facilitarme unos datos para elaborar un proyecto relacionado con la Ley de Patentes y erróneamente me comuniqué con una mujer fascinante, por su voz y por su conversación.
Abogada, de 24 años, morocha de ojos verdes, alta, de figura elegante; estaría vestida con un clásico traje sastre y llevaría un portafolio pues, a esa hora, ya habría salido de Tribunales.
Me senté a una mesa junto a la ventana; pedí un café y me quedé mirando distraídamente hacia el fondo del local. Era una clásica y antigua confitería, con una barra al fondo; detrás se podía ver un enorme espejo que el tiempo le había dejado sus marcas; el azogue envejecido formaba figuras irregulares que más de uno de los presentes, podía haber estado en ese momento tratando de adivinar alguna de ellas. En cambio, yo, mirando ese espejo que tanta impresión me causó, me dejé llevar por mis recuerdos y mi memoria me retrotrajo a épocas pasadas que si bien no tenía olvidadas, trataba por todos los medios de que no volvieran.
Desde muy niño, calculo yo que a los nueve o diez años, los espejos me atrajeron considerablemente. Miraba mi cara de facciones lindas y a modo de juego hacía morisquetas tratando de deformarlas. El tiempo transcurrió y comencé a mirarme en el espejo con otros ojos. Hacía «facha» constantemente y al cumplir los doce o trece años, mi cara linda aún no había tenido visos de transformarse en una cara varonil y mi morbo me obligaba a mirarme como al más lindo de todos los chicos. Decididamente, mi narcisismo ya estaba declarado. Mis padres no se habían percatado de ello y poco a poco fui víctima de mi propia enfermedad, que me tuvo en jaque durante mucho tiempo.
Pasaron varios años y con mucha fuerza de voluntad y la ayuda de un buen profesional, pude superar ese trance, aunque a menudo los espejos intentaron nuevamente atraerme como entonces...
El voceo de un diariero me trajo a la realidad. Miré el reloj; había pasado poco más de media hora desde la fijada para el encuentro. Compré El Día y lo dejé junto al libro que estaba leyendo.
Esperé media hora más, en vano, pues ella no apareció; maquinalmente tomé el periódico y leí la fecha... «Jueves 21 de agos...» No pude seguir leyendo. Me desesperé; «¡Jueves...Jueves...Jueves...! Repetía casi gritando... La cita había sido para el miércoles. Ayer, y no hoy... ».
Me levanté como impulsado por un resorte y salí a la calle. Caminé sin rumbo y sin mirar adónde iba. Me daba lo mismo hacia el norte o el sur. Sin dejar de preguntarme cómo me había equivocado de día, me rebanaba los sesos pensando. Si hablamos por teléfono el lunes y quedamos en vernos el miércoles ¿Qué miércoles pasó el día de ayer, que no me acuerdo ni siquiera qué hice?.
Me detuve en un kiosco y compré pastillas de miel y menta; la dulce frescura de la golosina suavizó mi garganta que tenía reseca. Seguí caminando; cuando quise darme cuenta estaba en Plaza San Martín. Crucé una calle y como un autómata me dirigí hacia la parada de un colectivo, que se evidenció por la gente que hacía fila. Me coloqué detrás de la última persona, una mujerona alta y robusta de unos cuarenta y tantos. Su perfume que era fuerte y dulzón me hizo alejar unos pasos. Llegó el colectivo y subimos. Yo fui el último. Cuando coloqué las monedas en la máquina expendedora de boletos, el chofer - ¡Qué raro! - arrancó de golpe haciéndome casi caer. Me sostuve del pasamanos y, para desgracia de mí, me quedó la mano impregnada de ese horrible olor de la gorda, que me hizo acordar al barato "perfume de violetas" que usaba Ramona, la doméstica que trabajaba en casa cuando era chico y que, además, leía "El alma que canta".
Restregándome la mano en el trasero del pantalón, molesto y malhumorado, me dirigí al fondo del vehículo cuidando de no tocar nuevamente el pasamanos. A las pocas cuadras, vi que se desocupaba uno de los asientos individuales y me senté rápidamente; abrí la ventanilla. Un golpe de aire puro me dio de lleno en la cara. Estaba cansado. Hacía bastante que había salido de casa y luego de la larga espera, había caminado demasiado tras mi frustrada cita amorosa.
Miré hacia afuera y vi que el colectivo estaba cruzando Aráoz; tuve que bajar una parada después. Caminé cansinamente hasta CILFI - Centro Integrado por Laboratorios y Farmacias Internacionales, la empresa que había heredado de mi padre y que, a pesar de mi juventud, manejaba con soltura y especial espíritu ejecutivo. Estaba a punto de entrar cuando me arrepentí y, retrocediendo sobre mis pasos, me dirigí a casa. Quería tirarme en la cama y pensar. Seguir pensando cómo se había diluido el día de ayer. No podía acordarme ni siquiera si fui a trabajar o no.
La sirena de una ambulancia me despertó sobresaltado. Me había quedado dormido. Miré el reloj. Eran las nueve de la noche. Me levanté y fui al cuarto de baño para lavarme la cara. El agua fría me despejó y me di cuenta de que no había probado bocado desde la hora del desayuno. Fui a la cocina y abrí el freezer. Saqué una bandeja con chupín de pescado y la coloqué en el microondas; a los pocos minutos mientras estaba comiendo con avidez, sonó el teléfono. Atendí con desgano y grande fue mi sorpresa al oír la voz de Florinda, que - simulando un enojo inexistente - quería saber por qué no había acudido a la cita.
Traté de explicarle pero no tuve palabras para hacerlo. No podía decirle que había perdido un día y que no me acordaba ni siquiera qué había hecho. Afortunadamente para mí, aceptó un nuevo encuentro y lo fijamos para el día siguiente. Esta vez, yo pasaría a buscarla por su casa.
Tomé un somnífero para dormir toda la noche. Me levanté a las 7:00 y luego de un baño y de desayunar, salí para mi oficina.
Apenas llegué, Sara, mi secretaria, me saludó y muy solícita me alcanzó la correspondencia. ¡Había cartas recibidas el miércoles! No le mencioné nada y le pedí que me trajera el estado de las ventas de la última semana y los parciales hasta ese día. El contador pidió hablar conmigo pero le pedí que hablara con Fernando Núñez, que era el director ejecutivo.
Me quedé solo y busqué la agenda. Abrí la hoja correspondiente al miércoles 20 de agosto y, como era de esperar, las entrevistas que yo había concedido habían sido canceladas. Llamé a Sara y directamente le pregunté qué había pasado el miércoles y me contestó que... «En su ausencia se hizo cargo el señor Núñez... Desde temprano tratamos de comunicarnos con usted, ayer y antes de ayer, pero su teléfono llamaba sin que usted atendiera... Lo mismo sucedió con el celular...».
Como sin darle importancia al asunto, le pedí que me hiciera algunas llamadas telefónicas y luego de hablar con dos de las cuatros personas a quien buscaba, atendí algunos asuntos que habían quedado pendientes en mi ausencia y que Núñez no había querido firmar. Ya cerca de la una, salí a almorzar.
En el restaurante, sentado junto a una columna con espejos, me di cuenta de que algo raro me estaba ocurriendo. Cada tanto me miraba y no podía dejar de posar mis ojos en mí. Me miraba mientras masticaba... al llevar el vaso a mis labios... al limpiarme con la servilleta... era una fuerza irresistible que me obligaba a ello.
Me sentía nervioso. Terminé el postre y llamé al mozo para pagarle. Me levanté de la mesa y maquinalmente frente al espejo me arreglé el nudo de la corbata. Me miré y quedé como paralizado. Mientras yo estaba serio y preocupado mi cara, enfrente de mí, me sonreía.
Salí rápidamente del restaurante y fui a mi oficina. Recibí el informe que me habían llevado para elaborar el proyecto para modificar la Ley de Patentes. Su estudio y la elaboración del anteproyecto que me había pedido el Senador Juan Enríquez me insumió un par de horas, luego me fui a casa.
Eran las siete de la tarde cuando llegué; estaba sonando el teléfono pero no hice a tiempo para contestar pues lo hizo el automático. Era Florinda que con su inconfundible voz, me recomendaba no llegar tarde a la cita. Sonriendo fui a la cocina para hacer café; luego subí al dormitorio, busqué la ropa que me pondría; coloqué un compacto de Mozart y pasando la mano por la cara sentí que tenía la barba crecida. Fui a servirme el café y lo llevé al baño para tomarlo mientras me afeitaba.
Me quité la camisa y tomé el teléfono inalámbrico. Abrí la canilla de agua caliente. Revolví el café y tomé un sorbo; estaba rico. Marqué el número de Florinda que se sorprendió al escuchar mi voz. El agua que salía de la canilla estaba demasiado caliente y el vapor subía rápidamente cubriendo todo el cuarto de baño. Mientras seguía hablando con mi desconocida amiga, tomé la brocha, mojé mis mejillas, me puse crema y cuando comenzaba a hacer espuma sobre ellas, pasé la mano sobre el espejo empañado para poder mirarme. Casi caigo de espanto, mi cara estaba seria, a pesar de que yo sonreía mientras escuchaba las cosas que Florinda decía. Le hice un chiste que festejó sonriendo y pude ver en el espejo que mi cara ceñuda, me miraba con fastidio. La mano que sostenía la brocha se paralizó junto a mi cara, me despedí de Florinda diciéndole que entraría a la ducha y dejé el teléfono. Comencé a preocuparme; puse una cara ex profeso sin expresión y volví a mirarme en el espejo pudiendo ver cómo, poco a poco, mi imagen comenzaba a sonreír y a brillarle sus ojos en forma mórbida. ¡Había cambiado cuando dejé de hablar con Florinda...! Mi corazón dio un respingo y comenzó a latir en forma desacostumbrada. Tenía un mal presentimiento y no me animaba a pensar que lo que estaba viviendo podría ser real.
Volví a pasar mi mano por el vidrio húmedo como para borrar esa figura que me aterrorizaba y, de pronto, sentí que la mano de aquel a quien veía reflejado frente a mí, que era yo pero me negaba a reconocerlo, me aferraba con una fuerza hercúlea y me atraía hacía sí hasta que quedé atrapado por el espejo. Poco a poco fui atravesándolo, como si fuera gelatinoso, sin romperlo. Entonces me di cuenta de que no sólo había renacido mi narcisismo, sino qué fue lo que en realidad había sucedido con el día miércoles 20 de agosto, que había desaparecido de mi memoria.
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