El infierno en su mirada
El infierno en su mirada
El infierno en su mirada
Soy la menor de tres hermanos que aún se acuerda de su abuela. Tengo 25 años y desde que mis padres decidieron ubicar a mi "abu" en un geriátrico, no hay domingo por la mañana que no vaya a visitarla. Trato de alegrarla un poco, le llevo revistas y golosinas pero sé que detrás de su sonrisa forzada, hay un dolor perdido en su interior.
Como en ese lugar hay muchos abuelitos que nadie los visita, decidí llevar una enorme bolsa con caramelos y reparto dos a cada uno. Es increíble cómo me esperan todos los domingos por los dulces. Una de las enfermeras me pidió que no le diera más a una mujer de unos 65 años por precaución, ya que esa mujer de cabello canoso, bajita y encorvada, solía atragantarse con mis caramelos.
Como es obvio, acaté el consejo pero realmente me sentía muy incómoda al repartir ya que esa mujer no me quitaba los ojos de encima. Y fue tal el peso de su mirada que consulté a la enfermera para traerle otra golosina pero también me lo prohibieron. Después de todo no soy quien para traerle un problema a esa mujer.
Intenté olvidarme de ella pero cada vez que comenzaba con mi rutina, la mujer dejaba de sacudir sus manos, sus ojos no parpadeaban y me perseguían con recelo. Comencé a percatarme que también babeaba y su postura de sentada en un sillón parecía cobrar vida. Solo tenía una intención, acosarme. Pensé que eran ideas mías pero cuando la observaba con cierta prudencia, notaba que sonreía con malicia, abría la boca para emitir tenebrosos gemidos y la saliva se paseaba por su mentón. Y sus ojos siempre me buscaban, brillantes y a la vez, despiadados.
Hubo una vez que solo su presencia erizó mi piel. Busqué la forma de llevarme a mi abu al parque del lugar pero la mujer, con su paso lento y lastimoso, aguardó que ambas nos sentemos en un banco para instalarse en el banco de enfrente y continuar con su hostigamiento hacia mí. Le consulté a mi abuela por ella pero me dijo que apenas era una chiflada y que nadie la visitaba.
Una noche de fuerte tormenta llamaron del geriátrico, la voz de la enfermera parecía alterada, extraña. Me informaba que mi abuela se había caído y que necesitaba que alguien fuese. No lo pensé dos veces. Mis padres habían salido y a mis hermanos no les interesaba en absoluto.
Tomé un taxi bajo un diluvio sideral y al llegar me abrió la enfermera nochera con rostro contrariado. Me preguntó que deseaba y asombrada, le expliqué que me habían llamado desde el mismo geriátrico. Frunció el ceño, como si yo estuviera loca. Parecía apurada. Me dijo que se hallaba más que complicada ya que estaba ella sola de servicio y por extrañas razones, varios de los abuelos la requerían esa noche como nunca había sucedido pero que mi abuela estaba bien. De todas formas le dije que iría a verla, para cerciorarme.
Sonaron varios timbres de distintas habitaciones. La nochera se encogió de hombros, debía retornar a sus funciones. Caminé por el pasillo hasta entrar en la habitación de mi abuela. Ella reposaba tranquila. Comencé a serenarme. Un par de truenos le ganaron al silencio del lugar hasta que un relámpago surcó desde la ventana para iluminar lo suficiente y que yo me encontrara frente a frente con la extraña anciana.
No babeaba y su postura había cambiado radicalmente. Erguida, sus ojos eran dos aceitunas negras que entablaban un desafío visual. Me sobresalté pero inmediatamente le pregunté con voz de reprocho por su presencia en la habitación de mi abuela. Se sonrió de tal manera que sentí escalofríos y su cabeza se torció hacia un lado pero sin apartar su mirada hacia mí.
De pronto, me empujó con fuerzas hacia me derecha para que tropezara con un banquito y me cayera al suelo. Por el impacto, el golpe en uno de mis riñones fue tan fuerte que sin pretenderlo me oriné encima. Sentí un dolor agudo y por unos segundos, mis piernas se entumecieron. Mi cuerpo no podía moverse. Todo había sucedido en una fracción de segundos. Mi abuela seguía durmiendo.
En ese momento, la mujer se abalanzó hacia mí. Puso sus rodillas sobre mis hombros y de su mirada se disparaba un destello abominable. Sus dientes amarillos se acercaban, malolientes, quise gritar pero era presa del terror. La mujer me susurró al oído con voz subyugante, parecía que de su garganta flotaban guijarros de arena. -Ahora eres mía.!!! La nenita va a dejar de provocarme!!!!- aullaba como una poseída.
De repente, revisó mi bolso y encontró lo que buscaba. Los caramelos. Puso uno en su boca y me miró en señal de triunfo. Se puso de pie y empezó a marcharse lentamente, con una sonrisa en su respiración y antes de que su silueta desapareciera en el marco de la puerta, se volvió hacia mí y con voz divertida, se dió a la tarea de repetir la frase que utilizó ella misma cuando llamó a mi casa, fingiendo ser una enfermera. La recitaba como una victoria, como un rezo y también como un deseo.
Autor: Marcelo Dumé,
Soy la menor de tres hermanos que aún se acuerda de su abuela. Tengo 25 años y desde que mis padres decidieron ubicar a mi "abu" en un geriátrico, no hay domingo por la mañana que no vaya a visitarla. Trato de alegrarla un poco, le llevo revistas y golosinas pero sé que detrás de su sonrisa forzada, hay un dolor perdido en su interior.
Como en ese lugar hay muchos abuelitos que nadie los visita, decidí llevar una enorme bolsa con caramelos y reparto dos a cada uno. Es increíble cómo me esperan todos los domingos por los dulces. Una de las enfermeras me pidió que no le diera más a una mujer de unos 65 años por precaución, ya que esa mujer de cabello canoso, bajita y encorvada, solía atragantarse con mis caramelos.
Como es obvio, acaté el consejo pero realmente me sentía muy incómoda al repartir ya que esa mujer no me quitaba los ojos de encima. Y fue tal el peso de su mirada que consulté a la enfermera para traerle otra golosina pero también me lo prohibieron. Después de todo no soy quien para traerle un problema a esa mujer.
Intenté olvidarme de ella pero cada vez que comenzaba con mi rutina, la mujer dejaba de sacudir sus manos, sus ojos no parpadeaban y me perseguían con recelo. Comencé a percatarme que también babeaba y su postura de sentada en un sillón parecía cobrar vida. Solo tenía una intención, acosarme. Pensé que eran ideas mías pero cuando la observaba con cierta prudencia, notaba que sonreía con malicia, abría la boca para emitir tenebrosos gemidos y la saliva se paseaba por su mentón. Y sus ojos siempre me buscaban, brillantes y a la vez, despiadados.
Hubo una vez que solo su presencia erizó mi piel. Busqué la forma de llevarme a mi abu al parque del lugar pero la mujer, con su paso lento y lastimoso, aguardó que ambas nos sentemos en un banco para instalarse en el banco de enfrente y continuar con su hostigamiento hacia mí. Le consulté a mi abuela por ella pero me dijo que apenas era una chiflada y que nadie la visitaba.
Una noche de fuerte tormenta llamaron del geriátrico, la voz de la enfermera parecía alterada, extraña. Me informaba que mi abuela se había caído y que necesitaba que alguien fuese. No lo pensé dos veces. Mis padres habían salido y a mis hermanos no les interesaba en absoluto.
Tomé un taxi bajo un diluvio sideral y al llegar me abrió la enfermera nochera con rostro contrariado. Me preguntó que deseaba y asombrada, le expliqué que me habían llamado desde el mismo geriátrico. Frunció el ceño, como si yo estuviera loca. Parecía apurada. Me dijo que se hallaba más que complicada ya que estaba ella sola de servicio y por extrañas razones, varios de los abuelos la requerían esa noche como nunca había sucedido pero que mi abuela estaba bien. De todas formas le dije que iría a verla, para cerciorarme.
Sonaron varios timbres de distintas habitaciones. La nochera se encogió de hombros, debía retornar a sus funciones. Caminé por el pasillo hasta entrar en la habitación de mi abuela. Ella reposaba tranquila. Comencé a serenarme. Un par de truenos le ganaron al silencio del lugar hasta que un relámpago surcó desde la ventana para iluminar lo suficiente y que yo me encontrara frente a frente con la extraña anciana.
No babeaba y su postura había cambiado radicalmente. Erguida, sus ojos eran dos aceitunas negras que entablaban un desafío visual. Me sobresalté pero inmediatamente le pregunté con voz de reprocho por su presencia en la habitación de mi abuela. Se sonrió de tal manera que sentí escalofríos y su cabeza se torció hacia un lado pero sin apartar su mirada hacia mí.
De pronto, me empujó con fuerzas hacia me derecha para que tropezara con un banquito y me cayera al suelo. Por el impacto, el golpe en uno de mis riñones fue tan fuerte que sin pretenderlo me oriné encima. Sentí un dolor agudo y por unos segundos, mis piernas se entumecieron. Mi cuerpo no podía moverse. Todo había sucedido en una fracción de segundos. Mi abuela seguía durmiendo.
En ese momento, la mujer se abalanzó hacia mí. Puso sus rodillas sobre mis hombros y de su mirada se disparaba un destello abominable. Sus dientes amarillos se acercaban, malolientes, quise gritar pero era presa del terror. La mujer me susurró al oído con voz subyugante, parecía que de su garganta flotaban guijarros de arena. -Ahora eres mía.!!! La nenita va a dejar de provocarme!!!!- aullaba como una poseída.
De repente, revisó mi bolso y encontró lo que buscaba. Los caramelos. Puso uno en su boca y me miró en señal de triunfo. Se puso de pie y empezó a marcharse lentamente, con una sonrisa en su respiración y antes de que su silueta desapareciera en el marco de la puerta, se volvió hacia mí y con voz divertida, se dió a la tarea de repetir la frase que utilizó ella misma cuando llamó a mi casa, fingiendo ser una enfermera. La recitaba como una victoria, como un rezo y también como un deseo.
Autor: Marcelo Dumé,
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