Y NADIE MÁS
Y NADIE MÁS
FEDERICO RIVOLTA
Y NADIE MÁS
Un día, sin previo aviso, el suelo bajo mis pies se derrumbó.
Caí en un extraño fango primitivo, quedando inmediatamente enterrado hasta la cintura.
Quise salir de aquel caldo oscuro y repulsivo, pero éste me sujetaba con fuerza, como una criatura viva.
Al cabo de un rato de estar ahí atrapado, me acostumbré; me acostumbré al olor y me acostumbré a no poder mover mis piernas. Llegué incluso a sentirme seguro adentro de ese pozo, pero aquella situación era insostenible y pronto mi asquerosa trampa comenzó a devorarme lentamente.
Cuando noté que me estaba hundiendo comencé a gritar, y entonces una pareja mayor apareció. Me sujetaron con desesperación, uno de cada brazo, pero mi muerte parecía inevitable.
– No creo que podamos ayudarte esta vez, quizás haya llegado tu momento de partir – dijo ella, haciendo un esfuerzo para que las palabras no se le atravesaran en la garganta.
– Sí, que se vaya – dijo él con una férrea actitud.
Y ambos se retiraron dejándome a mi suerte.
En los siguientes minutos, cientos de individuos pasaron junto a mí. Seres sin rostro, tristes marionetas que arrastraban sus pies mecánicamente.
Camuflados en aquella desalmada multitud, visualicé algunos rasgos conocidos: un ojo que me miraba afligido, una boca que suspiraba levemente; pero por mucho que les supliqué, todos ellos continuaron marchando.
Una de las marionetas se acercó, llevaba puesta una máscara roja con una enorme sonrisa pintada. Se quedó mirándome inmóvil durante unos segundos y luego me pisó la cara, hundiéndome aún más en mi pozo.
Comenzaba a sentir que no saldría de allí cuando un hombre vestido de traje y corbata llegó. Se trataba de un profesional, un especialista en el rescate de personas. Puso su maletín a un lado, se arremangó, y me dio una serie de indicaciones para que trabajáramos metódicamente en mi liberación.
Recién había empezado a sacarme cuando de repente se detuvo. Me dijo que no tenía más tiempo para mí, que debía ayudar a otros que estaban en la misma situación. Lo entendí perfectamente, en estos tiempos que corren es común caerse a un pozo lleno de un extraño fango primitivo.
Corrían las horas y mis esperanzas para salir de aquel flemático vórtice se agotaban. La execrable sustancia comenzó a cubrir mis hombros cuando una muchacha apareció ante mí. Me tomó de las manos y dio todo de sí por rescatarme; pero no había caso, sus fuerzas no eran suficientes y yo seguía descendiendo helicoidalmente hacia mi sigilosa tumba.
En un último esfuerzo, la joven resbaló y por poco no la arrastré conmigo. Nos miramos a los ojos y juro que jamás vi rostro más bello.
– Murámonos juntos – me dijo –, porque vivir sin ti no es vivir.
Solté sus delicadas manos y contemple su mirada, su gesto era tan triste que detuvo el tiempo.
– No te preocupes – le dije –, morir habiéndote conocido no es morir.
Se alejó llorando sin consuelo entretanto yo me hundía de manera inexorable.
No soy un hombre de plegarias, pero cuando solo me quedaban unos segundos más de vida hice lo que cualquier persona hace cuando se encuentra con la mierda hasta el cuello: miré al cielo y pedí ayuda divina. No esperaba obtener una respuesta, y quizás por eso no la obtuve.
En el acto final, cuando la sustancia llegó a sumirme por completo, extendí una mano hacia arriba. Estaba a punto de morir ahogado cuando alguien me sujetó, y haciendo un enorme esfuerzo logró liberarme.
Quedé tirado a su lado, con los ojos embarrados, tosiendo para largar toda aquella ponzoña que colmaba mis pulmones.
Comencé a reponerme, no podía creer mi buena fortuna. Corría una brisa fresca y las aves vitoreaban mi éxito; poco a poco fui disfrutando de aquella hermosa tarde primaveral.
Cuando retomé el aliento, aún sin poder ver a mi héroe, le agradecí por haberme salvado la vida.
– No me lo agradezcas – dijo una voz familiar.
Limpié mis ojos y ahí estaba él, un hombre exactamente igual… a mí.
Y NADIE MÁS
Un día, sin previo aviso, el suelo bajo mis pies se derrumbó.
Caí en un extraño fango primitivo, quedando inmediatamente enterrado hasta la cintura.
Quise salir de aquel caldo oscuro y repulsivo, pero éste me sujetaba con fuerza, como una criatura viva.
Al cabo de un rato de estar ahí atrapado, me acostumbré; me acostumbré al olor y me acostumbré a no poder mover mis piernas. Llegué incluso a sentirme seguro adentro de ese pozo, pero aquella situación era insostenible y pronto mi asquerosa trampa comenzó a devorarme lentamente.
Cuando noté que me estaba hundiendo comencé a gritar, y entonces una pareja mayor apareció. Me sujetaron con desesperación, uno de cada brazo, pero mi muerte parecía inevitable.
– No creo que podamos ayudarte esta vez, quizás haya llegado tu momento de partir – dijo ella, haciendo un esfuerzo para que las palabras no se le atravesaran en la garganta.
– Sí, que se vaya – dijo él con una férrea actitud.
Y ambos se retiraron dejándome a mi suerte.
En los siguientes minutos, cientos de individuos pasaron junto a mí. Seres sin rostro, tristes marionetas que arrastraban sus pies mecánicamente.
Camuflados en aquella desalmada multitud, visualicé algunos rasgos conocidos: un ojo que me miraba afligido, una boca que suspiraba levemente; pero por mucho que les supliqué, todos ellos continuaron marchando.
Una de las marionetas se acercó, llevaba puesta una máscara roja con una enorme sonrisa pintada. Se quedó mirándome inmóvil durante unos segundos y luego me pisó la cara, hundiéndome aún más en mi pozo.
Comenzaba a sentir que no saldría de allí cuando un hombre vestido de traje y corbata llegó. Se trataba de un profesional, un especialista en el rescate de personas. Puso su maletín a un lado, se arremangó, y me dio una serie de indicaciones para que trabajáramos metódicamente en mi liberación.
Recién había empezado a sacarme cuando de repente se detuvo. Me dijo que no tenía más tiempo para mí, que debía ayudar a otros que estaban en la misma situación. Lo entendí perfectamente, en estos tiempos que corren es común caerse a un pozo lleno de un extraño fango primitivo.
Corrían las horas y mis esperanzas para salir de aquel flemático vórtice se agotaban. La execrable sustancia comenzó a cubrir mis hombros cuando una muchacha apareció ante mí. Me tomó de las manos y dio todo de sí por rescatarme; pero no había caso, sus fuerzas no eran suficientes y yo seguía descendiendo helicoidalmente hacia mi sigilosa tumba.
En un último esfuerzo, la joven resbaló y por poco no la arrastré conmigo. Nos miramos a los ojos y juro que jamás vi rostro más bello.
– Murámonos juntos – me dijo –, porque vivir sin ti no es vivir.
Solté sus delicadas manos y contemple su mirada, su gesto era tan triste que detuvo el tiempo.
– No te preocupes – le dije –, morir habiéndote conocido no es morir.
Se alejó llorando sin consuelo entretanto yo me hundía de manera inexorable.
No soy un hombre de plegarias, pero cuando solo me quedaban unos segundos más de vida hice lo que cualquier persona hace cuando se encuentra con la mierda hasta el cuello: miré al cielo y pedí ayuda divina. No esperaba obtener una respuesta, y quizás por eso no la obtuve.
En el acto final, cuando la sustancia llegó a sumirme por completo, extendí una mano hacia arriba. Estaba a punto de morir ahogado cuando alguien me sujetó, y haciendo un enorme esfuerzo logró liberarme.
Quedé tirado a su lado, con los ojos embarrados, tosiendo para largar toda aquella ponzoña que colmaba mis pulmones.
Comencé a reponerme, no podía creer mi buena fortuna. Corría una brisa fresca y las aves vitoreaban mi éxito; poco a poco fui disfrutando de aquella hermosa tarde primaveral.
Cuando retomé el aliento, aún sin poder ver a mi héroe, le agradecí por haberme salvado la vida.
– No me lo agradezcas – dijo una voz familiar.
Limpié mis ojos y ahí estaba él, un hombre exactamente igual… a mí.
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